En Hornillos, un pueblito aislado en las profundidades de la puna jujeña, los chicos alimentan a las llamas y ayudan en la producción de quesos de cabra, al mismo tiempo que se conectan con el mundo gracias a las netbooks.
Ah, ¿Maimará? Sí...debe andar por allá lejos”, le dijeron a Rafael Santillán, el director de la escuela secundaria Nº 4, la primera vez que vino. “Me la indicaron despectivamente, como si fuera una calle. Pero es real: esto ni siquiera es un pueblo, es un paraje”, aclara el encargado de la escuela desde 2005, cuando iban sólo seis alumnos.
Ahora son 120 chicos los que asisten de zonas rurales y muy alejadas, los que antes no podían pensar en estudiar: la economía no les alcanzaba ni a ellos ni a los padres. El desarraigo, la soledad, como el tener que pagar un alquiler más la comida los alejaba de esa posibilidad, de ese derecho. “Este sistema de alternancia les garantiza poder estudiar y seguir con su vida, ayudando en lo que la familia necesite”, cuenta Eduardo Vega, maestro de Proyectos Productivos y Tecnología.
En Jujuy funcionan cinco escuelas de alternancia, un régimen en que el estudiante va una semana sí y una no. La secundaria Nº 4 queda en Hornillos, Maimará, pasando la Quebrada de Humahuaca, a menos de diez minutos de Purmamarca –donde se encuentra el Cerro de los Siete Colores–, pero a más de una hora y media de San Salvador, la capital provincial. La escuela tiene, además, orientación agrotécnica. La actividad que más tiempo les demanda es la práctica agrícola en la huerta escolar: allí siembran y cosechan cultivos típicos de la quebrada, como arvejas, habas, cebollas, alfalfa, maíz y papas. También desarrollan actividades de ganadería, como la cría de aves de corral, cerdos y cabras. Los chicos están albergados durante una semana con jornada completa de escolaridad y en la siguiente retornan a sus hogares. Cada chico colabora con 15 pesos por mes para su alimento, es decir, desayuno, almuerzo y cena. Algunos arreglan traer cajones de lo que cosechan: lechuga, paquetes de zanahoria, remolacha, cordero.
Los docentes se acercan todos los meses a las casas de los alumnos para reunirse con las familias, observar su lugar de estudio, acercarles las notas, ver qué problemas tienen. Esa semana que alternan con la casa, el refuerzo de lo aprendido se intensifica. “Procuramos que no se desliguen de la escuela nunca”, cuenta el docente. Por eso, cada semana que les toca en la escuela deben llevar una filmación editada de su trabajo en la granja, en el vivero o en el medio de producción que tenga la familia, contando sus experiencias, la de sus vecinos y amigos.
En Maimará, el día empieza temprano. A las seis, los chicos deben levantarse. Desayunan pan fresco con dulce de leche, café, mate cocido y arrancan con su primera clase. Casi 60 chicos viven cada semana en la escuela, junto con sus preceptores de albergue. Algunos hogares quedan a 200 kilómetros; algunos deben bajar de los cerros en colectivos y caminando. También hay alumnos que llegan desde San Salvador. “ Como son de muy bajos recursos, les conviene la alternancia porque pueden trabajar durante la semana que no vienen”, cuenta el director. Tanto él como el resto de los once docentes deben alquilar casitas en los pueblos cercanos durante el tiempo que están allí.
No cursan 30 semanas de clases al año –como comúnmente pasa en los colegios–, sino 15. “Pero intensivas”, aclara Santillán. El nivel que tiene la escuela no se compara en nada al resto de las que están dentro de la zona. “Hay una escuela en Molulo, a un día de caballo. Allí asisten 10 chicos, pero todos están en un plurigrado. Cuando llegan acá, a primer año, no saben leer, y nosotros tenemos que trabajar para que puedan nivelarse”, cuenta. “Pero los que a esa altura no dijeron ‘esto no es para mí’ y por lo tanto abandonan, de 3° a 5° año se estabilizan.”
Compatible. El departamento tecnológico está dentro de la biblioteca. Allí, las tres computadoras que tienen, sólo están siendo aprovechadas por los estudiantes de primer año, que todavía no tienen su netbook. De segundo a quinto, todos los chicos tienen su computadora para trabajar en las aulas. “Llegaron a fines de 2010, y aunque los chicos ya habían leído los manuales y sabían cómo usarlas, nosotros todavía no sabíamos cómo articular el tema de que cada uno la llevara a su casa. Por eso, durante unos meses quedaron acá”, cuenta el director. Aunque con intermitencias, en la escuela hay conexión satelital, pero cuando se corta la luz no queda otra que cerrar “las compus” –que siguen funcionando a batería– porque no se sabe cuándo vuelve. “El corte puede durar tres horas, como mínimo, o días enteros”, cuenta el profesor de tecnología. ¿Y qué pasa con los chicos que no tienen electricidad en donde viven? “El viernes, antes de irse de la escuela, cargan bien la netbook acá y se la llevan”, dice. La batería dura alrededor de 12 horas, así que el rendimiento que le den debe ser absolutamente productivo para poder terminar las tareas en casa.
En la materia Proyectos Productivos, que comienza a dictarse en 4º año, los alumnos realizan pasantías en granjas o establecimientos. Allí se quedan unos días y comienzan su trabajo de investigación. Eligen, por ejemplo, la producción de quesos de cabra, o la elaboración de dulces y mermeladas. Con la netbook filman y sacan fotos del proceso de elaboración, investigan en internet sobre distintos emprendimientos productivos, sobre los requisitos nacionales de higiene y salubridad, además de los de comercialización, para adaptarlos a su propio contexto. “Aprenden muy rápido”, cuenta Vega. “Ya querían trabajar, usaban de filmadora la compu, sacaban fotos. Hasta que llegó este proyecto y comenzaron a hacer mapas conceptuales, presentaciones en power point. Hacen muy lindos trabajos, y lo importante es que integran todo”, cuenta el profe.
–¿Cómo te preparás para estar al frente de una escuela rural?
–Estar aquí te exige observar continuamente todo, más que nada cómo se relacionan los chicos desde los conflictos en relaciones humanas, aparte del aprendizaje. Necesitamos tener un gabinete psicopedagógico; ahora sólo contamos con una psicóloga, pero no puede estar acá todo el tiempo.
–¿Qué hacen después de egresar?
–Lamentablemente, muy pocos han seguido estudiando, la mayoría está trabajando en fincas o establecimientos. A veces vienen a visitarnos, otras veces nos enteramos por sus hermanos, que también vienen a cursar acá. El problema es que es muy difícil que los chicos se valoren, y más aún que valoren lo que han aprendido.
“No es cierto que el nivel de lectura haya bajado”, dice Adriana, la bibliotecaria de la escuela. “Los chicos sacan muchos libros, y si no los encuentran acá nos cuentan que lo bajan de internet”. ¿Qué es lo que más buscan? “Se llevan muchos diccionarios, libros sobre agricultura, novelas y cuentos para los ratos libres, piden recomendaciones sobre qué leer. Además, los viernes les hacemos fotocopias con todo el material para estudiar.”
Vega analiza lo que cambió desde la llegada de la tecnología. “Lo importante es el acceso a una herramienta, no a internet en sí”, aclara. “Antes tenían sólo una lectura visual de hoja de texto, ahora es total, con imágenes, con confección de archivos. Eran chicos que sólo tenían acceso a la agricultura.” El profe también cuenta lo que ve cuando llega a los hogares de los chicos: “Antes, la experiencia no existía. No había computadoras en las casas. Y los padres no sabían ni leer ni escribir. Ahora, los chicos los ayudan, son algo así como sus profesores particulares, y toda la familia se engancha”.
En Maimará, a las 10 de la noche todos terminan cansados. Ni hace falta que les digan a los chicos que se vayan a dormir. Un rato antes, le dan de comer a la llama que tienen como mascota –que no tiene nombre–. A más tardar, a las 11 se apagan las luces, y todos se van a dormir. Mañana siempre será otro día largo.
FUENTE: Periódico Miradas al Sur
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