LNR recorrió tres escuelas cercanas a la localidad de Taco Pozo, en el noroeste del Chaco, donde la docencia es pura vocación.Testimonios de maestros que viven y trabajan por los chicos, las 24 horas del día
Por Fabiana Scherer LA NACION
Por Fabiana Scherer LA NACION
El cuerpo de Wilfredo está echado en una silla que apenas alcanza abrazarlo. Simula estar sentado. Tiene los brazos cruzados y la mirada puesta en un horizonte no muy lejano. La nube de vapor que se desprende del mate desdibuja aquel horizonte. Wilfredo sonríe y agradece con la mirada el mate que Gladys le acerca. Chicos y chicas, todos de blanco caminan cerca del mástil que parece pelado y que se alza en medio de un patio de tierra. Otros apoyan sus bicicletas sobre el ancho tronco del algarrobo. Wilfredo da una nueva chupada al mate y, como un boxeador a punto de coronarse, se incorpora y coloca sobre su cuerpo el guardapolvo blanco. "Es hora", dice. Y en su andar seguro hace sonar la campana, esa capaz de anular los quejidos de los pavos, ensordecer el canto del gallo y convocar a esos chicos y chicas vestidos de blanco. Se ordenan de menor a mayor, en filas diferentes. Por un lado, ellas, con sus cabellos recogidos en una sola cola; por el otro, ellos, con la raya al costado bien marcadita, como recién peinada. Toman distancia y sobre un giro a la derecha se ponen de frente al mástil. Dos son los encargados de izar la bandera celeste y blanca que busca encontrar la cima con cada estrofa de Aurora.
La campana vuelve a sonar. Es hora de desayunar. Todos van en busca de su taza y se colocan en su lugar. Gladys sirve el mate cocido y el pan que ella misma preparó. Luego de unas palabras de agradecimiento a Dios por el alimento recibido, comparten la ceremonia del desayuno, que culmina con la limpieza del lugar y el lavado personal de cada taza de plástico.
Rolando prepara pan con dulce antes de comenzar la clase. Foto: LA NACION / Martín Lucesole
Quince minutos pasaron de las 8. Tiempo de tocar la campana para dar inicio a una nueva jornada en la escuela Nº 209 del Paraje Pozo Hondo, la más antigua de la zona, a 34 kilómetros de Taco Pozo, última población chaqueña, que limita con Salta y Santiago del Estero. Su nombre proviene de la voz quechua Tacko pozo (algo así como pozo del algarrobo), y es una localidad situada 466 kilómetros al noroeste de Resistencia, que sobrevive de la explotación forestal, la agricultura (destinada exclusivamente a la soja) y la ganadería.
Quince minutos pasaron de las 8. Tiempo de tocar la campana para dar inicio a una nueva jornada en la escuela Nº 209 del Paraje Pozo Hondo, la más antigua de la zona, a 34 kilómetros de Taco Pozo, última población chaqueña, que limita con Salta y Santiago del Estero. Su nombre proviene de la voz quechua Tacko pozo (algo así como pozo del algarrobo), y es una localidad situada 466 kilómetros al noroeste de Resistencia, que sobrevive de la explotación forestal, la agricultura (destinada exclusivamente a la soja) y la ganadería.
Rojas, uno de los policías de Taco Pozo, nos ayuda a llegar a las tres escuelas que forman parte de esta nota. Está contento por la nueva camioneta que adquirió el destacamento. Conoce cada atajo del difícil camino que año tras año sufre la desertificación que castiga al monte chaqueño, de clima árido subtropical. "Un zorrito -dice y con el índice señala al pícaro bicho-. Seguro estuvo haciendo de las suyas por los gallineros." El buen tiempo acompaña el recorrido por la picada 8, una de esas rutas que se surcan en la tierra de tanto andar, hasta que Rojas da un giro para tomar un camino vecinal que lleva directo a la 209, tal como le dicen a la escuela que tiene como único maestro a Erlindo Wilfredo Campos.
(...)
Fue en Taco Pozo que Wilfredo se inició como docente y, como a tantos otros maestros de la zona, la vocación no fue la razón que lo empujó a las aulas. "La única carrera que nos era de fácil acceso era la docencia -reconoce-. Es cierto que no fue por vocación, pero cuando empecé a ejercer, a tener esta vida, sentí como si mi vocación hubiera estado dormida; sólo necesitaba despertarla."
Esa misma sensación es la que comparten Mauro Risso Patrón (39) y Alberto Salvatierra (55). El primero soñaba con ser profesor de educación física; el otro, enfermero. Hoy trabajan en dos escuelas rurales. Mauro lo hace junto a Rolando Albornoz (39) en la 816 del Paraje Primavera (a 130 kilómetros de Taco Pozo) y Alberto, al lado de su hermana Lidia (52), en la Nº 845, en el Paraje El Rosillo (a 50 kilómetros de la ciudad).
"Es que si no sentís un amor hacia esta profesión, es difícil que lo hagas", reflexiona Rolando, un hombre que desde chico sabe bien del caso. Su mamá fue maestra rural y él era uno de los tantos niños que corría por el monte. "Conozco todas las picardías", confiesa ante la atenta mirada de Mauro, que alguna vez fue su compañero de secundario y con el que hoy comparte la vida en la escuela. "Por suerte nos llevamos bien, gracias a Dios, porque no es fácil convivir en un lugar tan chico", aclara Mauro, que luce como engominado -en verdad, se peina con crema enjuague y le lleva su tiempo, pero si lo hiciera con el clásico gel atraería toda la tierra y las hojas de la zona-. El cuarto que comparten sirve de dormitorio y de depósito de mercadería, todo separado por un biombo y alguna cortina improvisada.
(...)Como una peregrinación y si el tiempo lo permite, el camino a Taco Pozo se colma los viernes de maestros que buscan reencontrarse con los suyos. Se mueven en camionetas, motos y bicicletas. "Es importante llegar no sólo por nuestras familias, aunque nos ha pasado de tener que quedarnos por las complicaciones climáticas", reconoce Mauro, que a bordo de su moto tarda un poco más de dos horas si el camino de tierra está en óptimas condiciones. "Mi mujer me pide que me cuide, me tortura con que vaya despacio porque ya tuve un accidente -cuenta Mauro, padre de una nena de 2 años y un nene de 6-. Fue con la camioneta. Me metí en un arenal y terminé contra un árbol, todavía tengo algunas marcas (muestra cicatrices en su brazo y otras en su cara)." Su mujer no sólo le pide que se cuide en el camino. "Muchas veces me reclama que no tengo tiempo para ellos -dice con pesar-, porque cuando estoy en Taco Pozo me la paso haciendo cosas relacionadas con la escuela, la búsqueda de la mercadería, algún que otro trámite."
Apenas llegados a la ciudad, estos hombres y mujeres de blanco se encargan de hacer los pedidos de alimentos que llevarán a las escuelas la siguiente semana (los conservan en freezer a gas) así como cualquier trámite que muchas de las familias de los parajes necesitan. "Los lunes al mediodía ya estamos de vuelta -aclara Gladys- y esperamos a los chicos con el almuerzo."
La vieja estructura de la escuela Nº 209 sirve de cocina, comedor, biblioteca y dormitorio para los nueve chicos que están albergados. "Esta es nuestra segunda casa. Tenemos gallinas, pavos, perros. Los fines de semana lo dejamos todo acá, pero los lunes estamos desesperados por llegar para reencontrarnos con nuestras cosas - confiesa Wilfredo-. Tratamos de tener un ambiente bueno, cómodo a pesar de las carencias. Nos privamos de muchas cosas." Ellos saben que su escuela, a diferencia de muchas otras de la zona, goza de mejores condiciones, como la de contar con un aula, separada del viejo edificio, que acoge a los 18 alumnos y una habitación que les permite contar con una cama matrimonial y un baño personal. "En medio del monte esto parece un lujo", comenta con cierta ironía Wilfredo. Y la ironía no es equívoca, sólo basta con comparar con la escuela de los hermanos Salvatierra y la de Mauro y Rolando, cuyas necesidades son aún mayores.
"Tenemos una sola aula que usamos los dos -cuenta y muestra Rolando-. Separamos a los dos grupos con un pequeño placard que nos dieron del Ministerio." En el momento de dar clases tanto Mauro como Rolando intentan controlar el tono de sus voces. "Nos pasa muchas veces que los chicos están más atentos a lo que ocurre del otro lado", cuenta Mauro, que trabaja con el primer ciclo (primero, segundo y tercer grado). "Es bastante incómodo -reconoce Rolando a cargo de los cuatro grados restantes-, de esta manera es más fácil que se distraigan."
En la de los Salvatierra el primer ciclo se dicta en el salón; en cambio, el segundo se da en la galería "No es nada fácil -explica Lidia-. El frío en invierno se hace sentir y en el verano las temperaturas son altísimas (llegan a los 48ºC), por eso a veces preferimos dar las clases debajo del algarrobo. Llevamos las sillas y los bancos hasta ahí. Ni te cuento lo que ocurre con la llegada del viento norte. Volamos. La tierra y las hojas hacen que sea imposible dar clases. Nos falta un salón."
DORMIR EN LA ESCUELA
Antes de que amanezca Mauro ya está al pie de la cama, al igual que el gallo que se prepara para dar su primer cacareo. Prepara el fuego y pone la pava con agua para disponer de algo caliente para tomar. Espanta a uno que otro chivo que se mete en el patio, toma la escoba y comienza a barrer para tener todo listo antes de la llegada de los chicos. Al ratito, una de las mamás (se turnan) se encarga de hacer el mate cocido para que desayunen los nenes y las nenas que poco a poco comienzan a llegar. Los primeros en llegar son los albergados que duermen en camas dispuestas en casas de vecinos, ya que el colegio de Mauro y Rolando no cuenta con un espacio para hospedarlos. "Tenemos las camitas, los colchones -se entusiasma Rolando y muestra las camas que hoy sirven de biblioteca en el aula-. Nos prometieron que para fines de este año íbamos a contar con una habitación para los alumnos que necesitan quedarse."
Roxana, Franco y Darío son algunos de los chicos albergados en la escuela de Wilfredo, y como en toda casa se mantienen ciertas reglas. Sin importar el frío, el calor ni el viento norte, a las 7 salen de las camas marineras. Por un lado están los nenes y del otro lado de la cortina, las nenas. "Nos levantamos, nos vestimos, organizamos las camas, barremos la galería, el aula -enumera Roxana García (11), la hermana de Franco, que anhela con armar las valijas alguna vez y salir a conocer diferentes ciudades, no importa cuáles, sólo que sean diferentes unas de otras-. Después de todo eso, nos ponemos el guardapolvo y hacemos la fila para saludar a la Bandera."
Si hay algo que a Wilfredo y a Gladys les importa mucho, es que los chicos se lleven bien. "Somos como una gran familia, con nuestros días buenos y malos -asegura el maestro-, pero por sobre todo nos cuidamos unos a otros. Son muchos los papás que nos piden que tengamos a sus hijos aquí, porque saben que siempre van a tener la comida caliente, un espacio donde dormir, donde jugar. Pero no podemos." En la actualidad, Wilfredo y Gladys tienen a 9 chicos con los que comparten la semana más allá de la hora de clases. "Es como volver a tener hijos", dice ella y no se equivoca, ya que deben encargarse de cuidarlos, de darles de comer, de la higiene, de la vestimenta, de ofrecerles alguna actividad extra, como el trabajo en la huerta o el tejido.
Samuel tiene 11 años y es uno de los que duermen en la escuela del paraje El Rosillo. Los alumnos comparten el mismo cuarto que los maestros. Los nenes, con Alberto; las nenas, con Lidia. "El maestro ronca", dice Samuel con la aprobación de Juan (8), su compañerito, y ante tal confesión se anima a ir en busca de dos fundas para almohadones que él tejió al crochet. Admirable. "Les enseña la mamá de un alumno -cuenta Lidia, que en diciembre se jubilará-. Nuestra intención es integrar a los padres con la escuela, que sientan que éste es un lugar que les pertenece."
El agua hierve una y otra vez en la gran olla que Gladys llena con verduras recién cortadas de la huerta. "El agua tiene arsénico -dice Gladys-. Van a venir del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) a explicarnos cómo limpiarla."
El sonido ambiente, ese que tiene a los pavos como protagonistas absolutos con sus eternas peleas, es interrumpido por las voces de chicos y chicas que van corriendo hasta la canchita de fútbol. La pelota ya está en el campo de juego y acá no importa el sexo, todos corren en busca de la gloria en los 20, 30 minutos que dura el recreo.
Antonella (12) está sentada como espectadora. Le gusta jugar, pero hoy no tuvo ganas. Todos los días por la mañana la acompaña en bicicleta su mamá. Sueña con ser maestra y trabajar en una escuela como ésta. Está en quinto grado y sabe que en poco tiempo se trasladará con su mamá a Taco Pozo para cursar el séptimo grado y más tarde, el secundario. "Uno de los grandes déficits de la escuela rural es el de no poder asegurar la continuidad del estudio en el secundario -reflexiona Wilfredo-, la mayoría de los chicos se queda sólo con el séptimo grado. Intento concientizar a sus padres de la importancia, pero más allá de las ganas, se necesita tejer una red."
Por lo general, los chicos son introvertidos. Mauro reconoce: "Hoy la comunicación sigue siendo uno de los mayores desafíos; les cuesta muchísimo adaptarse a otros lugares". A la hora de tejer redes, Lidia cuenta que en Taco Pozo familiares de distintos maestros suelen recibir a alumnos para que puedan iniciar el séptimo grado y luego seguir. "Es una gran apuesta", se sincera Wilfredo.
El almuerzo ya está listo. Es hora de compartir la mesa. A las 12.30, los chicos que sólo concurren a clase están listos para marcharse. El otro grupo, sólo se quita el guardapolvo y vuelve al patio del colegio para jugar unos minutos, porque a las 13 comienza la radionovela que tiene al monte en jaque: Nazario Pereyra, el salvaje. Alrededor de la radio portátil, y como detenidos en el tiempo, nos dejamos seducir por este héroe que lucha por conseguir el amor de su amada y conocer su pasado.
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