Las peripecias de la inundación y la caza de víboras, en los ojos de un chico que creció en la ciudad
Cuando mamá nos dijo que nos iríamos a vivir al campo, no imaginé que la vida allá sería así; sorprendente y maravillosa. Empacamos lo necesario junto a nuestros perros, gatos, gallinas y un pato y partimos de Las Lomitas con tristeza, porque allí quedaban amigos del barrio, familiares y compañeros de escuela que íbamos a extrañar mucho.
Nos mudamos a principios de marzo, a una casita situada entre frondosos algarrobos, en una localidad cercana a mi pueblo. Tras un entretenido viaje de setenta kilómetros en camión llegamos al paraje Fortín Soledad, nuestro nuevo destino, una localidad rodeada de palmeras y árboles típicos con casas de madera y tejas de palma.
Llegamos con deseos de empezar una vida nueva y la gente nos recibió muy amablemente. Luego de unos días comenzaron las clases en una escuelita de jornada completa. Los maestros son muy buenos, miman a los chicos y el tiempo compartido da para hacernos de grandes amigos. Al principio extrañábamos la luz y la televisión porque a la casa no llegaba la red eléctrica. De noche nos aburríamos y a veces se nos escapaban lágrimas extrañando las comodidades que había en nuestra casa del pueblo.
Pero la sorpresa llego después, cuando la gente empezó a comentar: "Se viene el baña´o" y los chicos nos decían "ustedes se van a inundar", y nos nosotros les preguntábamos con temor y curiosidad, "¿Por qué?, ¿llueve mucho acá?". Y ellos contestaban: "Por el filtro del baña´o; ustedes están en el bajo". Pensé que era una broma porque no había agua ni para bañarse (había que acarrearla de grandes distancias) y el suelo, con grandes grietas, parecía pedirme agua a gritos. Pero al fin era cierto: "Se venía el baña?o" nomás".
Con mi padre fuimos hasta la defensa que rodea el paraje. En el agua cristalina y fresca, con aroma a pasto mojado había una enorme variedad de aves acuáticas y peces; había un sorprendente paisaje con palmeras y aves de todos los tamaños y colores.
La gente andaba muy apurada y se oían gritos de los troperos y balidos de animales cansados, que eran arreados a caballo hacia lugares más altos. A diario había novedades: "Se viene otra crecida", decían. La gente quería ganarle el tirón al agua.
También llegaron maquinas para levantar el terraplén de la defensa y hasta una bomba extractora que funcionaba día y noche para extraer el agua que filtraba la contención. El bajo se estaba llenando lentamente de agua y avanzaba dos metros por día hacia el lado de mi casa. Mi hermanito y yo estábamos felices; por fin pudimos soltar nuestro único pato y verlo nadar en el agua; así, lentamente, el agua fue cubriéndolo todo y quedamos encerrados. Los caminos se habían cortado y había que dar una vuelta de doscientos metros para ir a la escuela y ya sabíamos que pronto deberíamos mudarnos otra vez.
Una noche comenzó a llover muy fuerte. Pasamos casi toda la noche despiertos, y cuando por minutos me quedé dormido, me despertaron los truenos y relámpagos y volví a escuchar el ruido del agua que ahora ya estaba dentro de la casa. Mis padres se levantaron y ya juguetes y zapatillas estaban mojados. Mi gato estaba trepado sobre el ropero, mi perrita había subido sobre un aparador y los cachorritos dentro de un armario. Afuera, las gallinas permanecían sobre los árboles y solo se veía el alambrado, lo que nos servía de guía para ver dónde está el camino. Pronto llegó la policía y gente dispuesta a ayudarnos con la mudanza, esta vez, a un lugar más alto.
Fuera de la defensa, el agua había avanzado 12 kilómetros. A pesar de todo, con mi hermano estábamos felices porque podíamos pescar mojarras y bagres, ahí nomás, en la defensa.
Pasado un tiempo, el agua comenzó a consumirse y todo volvió a la normalidad. Fue justo cuando dijeron que era la época de caza de patos y curiyú, y con mis padres quisimos ver cómo era eso. Construían pozos de tres metros de profundidad y luego que atrapaban las víboras, sorprendiéndolas dormidas sobre los arbustos, las encerraban allí hasta el día de la faena. Eran mansas a pesar de que algunas medían hasta tres metros.
Lo que conocimos aquí y nos hace tan felices me inspiró este relato. Me di cuenta de que la vida en la ciudad es hermosa por la comodidad, pero que en el campo cada amanecer y atardecer es diferente por el canto de los pájaros, el aire que se respira y la tranquilidad que hay.
Por Nicolás Ezequiel Santillán
El autor es alumno de 7ºgrado de la Escuela 106 de Fortín Soledad, Formosa. Este es un extracto del trabajo original, 1er. premio en la categoría nivel primario del Concurso Rincón Gaucho en la Escuela
FUENTE: La Nación
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