La N° 47 es la única del área metropolitana: está en Sarandí, en pleno corazón del conurbano.
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Fernando Soriano
Es algo así como un hueco en el tiempo, un pequeño desarreglo en la tragedia cotidiana. También, la foto de lo que ya no volverá a ser. Disimulada bajo la sombra pesada del último (y amenazado) latido de la Selva Marginal Costera, entre las flores amarillas de los lirios ribereños, los pájaros, las frutas y el silencio, una escuela parece ignorar el ritmo del siglo en el que vive: basurales, destilerías, bocinas, miseria y humo; la ciudad, la máquina. A pesar de lo que pueda sospecharse, no se describe aquí el encanto de un pueblo misionero. La Escuela N° 47 está levantada sobre la tierra más baja de Sarandí, en Avellaneda, casi en la orilla del Río de la Plata. Conurbano puro. A 10 minutos -ocho kilómetros- de la Casa Rosada, y a unos menos de la ajenidad de Puerto Madero, esta primaria cumplirá 100 años el domingo 30 con una calificación que aún la distingue: es la única escuela rural (no llegan medios de transporte) en el Area Metropolitana, de las 114 que hay en territorio bonaerense.
Enclavada en la zona de "las quintas", nació por la necesidad de los genoveses, calabreses y piamonteses que en 1865 llegaron a estas tierras para cultivar frutas, hortalizas y producir el célebre vino de la costa. Incluso los maestros eran genoveses y enseñaban un poco en español y otro en su dialecto, el zeneize. "Venían caminando o en canoa por el arroyo Santo Domingo; no existía ningún camino", cuenta la directora, Mirta Cuesta. Hoy, la zona está apenas poblada. Eso, y la degradación social, hicieron que la "escuelita de la Costa" reciba desde hace unas décadas no sólo a los hijos de los quinteros (que cada vez son menos), sino también a chicos de los barrios pobres de la otra margen de la autopista Buenos Aires-La Plata.
Desde 1985, la 47 además tiene doble escolaridad. Los alumnos entran a las ocho y salen a las cuatro y media. No sólo aprenden más. Desayunan, almuerzan, descansan y meriendan allí. Los docentes coinciden que eso la convierte, aunque extremadamente humilde, en una institución valorada por los chicos. "Imaginate que muchos no tienen para comer en su casa, hacen todo acá. Somos pocos, como una gran familia", cuenta conmovida Alicia Zanou, que hace ocho años que da clases aquí pero que, confiesa, "debí haber venido antes porque amo este lugar". Alicia enseña y además mantiene activa la "producción" de dulces artesanales que hacen los chicos con naranjas y duraznos, y en verano, con ciruelas amarillas de esta tierra.
La "gran familia" está formada por nueve docentes, 44 alumnos (seis viven en las zona de quintas) y cuatro o cinco perros, que entran y salen de las aulas sin pedir permiso. "Cuando llegué, pensé que eso no podía ser, pero me di cuenta de que es parte del lugar", sonríe ahora Cuesta, mirando con cariño a los dos más cachorros, que duermen bajo el sol, a una distancia respetuosa de la huerta.
"A mí me encanta esta escuela. Acá puedo preguntar y preguntar que me responden hasta que al final entiendo. En la que iba antes se creían que no prestaba atención. Acá nos explican las cosas de otra manera", dice con asombrosa madurez Damián, que está en 6° grado pero tiene 14. El, como la mayoría, llega y se va en un micro escolar que busca por su casa, en el barrio San Lorenzo, a donde fueron a parar los vecinos contaminados de Villa Inflamable, ahí nomás de las quintas, pero envuelta en hollín en vez de árboles.
A Tamara (12) y Joselyn (10) les gusta vivir en las quintas exactamente por lo mismo que a Cristopher (11) no. "Hay víboras, iguanas, y mi abuelo nos contó que antes había monos", dice Tamara y el resto asiente a coro. No obstante, los tres reconocen que "es lindo" ir a una escuela rodeada de flores y silencio. Claro que los problemas existen. Sopla la sudestada y la zona se inunda. En verano los mosquitos son una amenaza gigantesca. Pero sobre todo, lo que preocupa aquí es el enorme basural de la Ceamse (desactivado pero procesando bajo tierra décadas de residuos) y el canal Santo Domingo, de donde brotan hedores de ciencia ficción. Y también, el futuro. "Dicen que van a construir edificios como en Puerto Madero. No queremos que esto se destruya", pide Tamara con inocencia que vale, aunque las docentes saben quién compró parte de las tierras.
"Me preocupa el futuro porque acá están bárbaros, el entorno les da la tranquilidad que no encuentran en sus barrios. Hay una interacción diferente", explica Cuesta. "Elegí esta escuela por eso. Y nadie quería venir, porque está lejos", confiesa la directora, posiblemente engañada por el paisaje y la quietud. Tan lejos y tan cerca de todo, en realidad.
FUENTE: Diario Clarín, 18 de octubre
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