Compartimos con todos ustedes, esta interesante nota de la periodista María de los Angeles Alemandi que publicó el Diario El Litoral.
Amparo llega temprano a la escuela. Tiene tres años. Los anteojos y las medias rayadas avivan su picardía. Se sienta sobre una de las alfombras que forman una ronda en la sala más grande, se pone el pintor metiendo cada botón en algún ojal y se calza los zapatos al revés. Cuando el silencio de la sala empieza a aburrirla rompe las reglas y cambia palabras con la niña vecina. No llega a ser una conversación pero se entienden y ríen bajito. Claro, olvidan disimularlo.
Soledad, la maestra, está sentada frente a ellas y levanta las cejas pidiendo respeto. De repente el rasgueo de una guitarra inaugura el día y toda la escuela entona una vieja canción del grupo Mazapán: “Caballito blanco llévame de aquí/ llévame a mi pueblo donde yo nací”. Amparito sigue en su mundo de travesuras hasta que la risa trae un reto. No pasará por dirección (no hay), no enviarán una nota a sus padres en el cuaderno de comunicaciones (no existe) ni será amonestada (no tienen tal castigo), sólo se le pedirá que salga de la ronda. La nena abre grande los ojos y el ceño se frunce como advirtiendo el desenlace.
La escuela a la que va Amparo se llama Los Trigales. Está frente a la plaza del barrio Malvinas Argentinas, en el borde más austral de la ciudad de San Justo, Santa Fe. Un alambrado determina sus límites, una tranquera recibe a los 42 alumnos y un cartel anuncia que en aquella casa de campo se dan clases.
Los sanjustinos la miran con recelo. Será porque no tiene pinta de escuela. O tal vez porque un grupo de padres la fundó seis años atrás sin tener la autorización del Ministerio de Educación. O bien porque su director luce un look hippie por las calles de un pueblo chico.
Ajustar la imagen
“No parece una escuela”, dice una docente sanjustina en nombre de muchas de sus colegas. No conoce de qué se trata este proyecto de educación alternativa y opina sólo a partir “de lo que se ve desde afuera”.
La casa tiene dos habitaciones, una cocinita y un baño. Todo parecería estar hecho a mano. Un planisferio pintado con témperas ocupa una pared. En la sala más grande bibliotecas improvisadas están repletas de libros, ni un sólo manual, ni una sola fotocopia. Bajo las ventanas unas tablitas de maderas con ganchitos hacen de percheros. Sobre cada extremo de la sala dos pizarrones se miran fijo y en un rincón una vitrina hace de mueble de ciencias. No hay juguetes sino juegos: cubos de madera, objetos de ingenio, un ajedrez con una partida iniciada, damas chinas, canicas, rompecabezas. Y repartidos por todos lados los útiles que se comparten.
Pero desde afuera, quien se sienta frente a la escuela en un banco de la plaza o cruza en bicicleta por la calle de tierra sólo puede ver un patio inmenso que de acuerdo con el horario luce abandonado o lleno de vida. Abandonado porque hay cosas desparramadas: baldes, pedazos de chapas, un tejido arruinado, sillas con patas rotas, una carretilla oxidada, maderas y troncos de árboles. En el centro la bandera argentina flamea escoltada por pinos y custodiada por el mugido de las vacas de la Sociedad Rural.
Pero pasadas las diez de la mañana cuando la puerta marrón se abre, salen los chicos con sus pintores (una especie de guardapolvos de colores), se quitan las zapatillas, se ponen botas de goma y corren a jugar al patio. Entonces los objetos abandonados cobran vida. Los arrastran, los apilan, los sacuden y dentro de una lógica indescifrable se inventan “casas” o “empresitas” bajo los árboles.
La docente que opina según lo que ve es además Directora de otra de las escuelas primarias de San Justo y desata su verdad cuando el grabador se apaga. Dice que su forma de pensar quizá sea anticuada y no puede ajustar la imagen de Los Trigales con la idea que ella tiene acerca de lo que debe ser una escuela. O sea: una institución estructurada, graduada, que iza la bandera al comienzo del día, donde a menudo suenan campanas o timbres, con aulas que reciben a los niños con sus bancos en fila y docentes impecables que a lo sumo tienen las manos sucias de tiza.
Ejemplo
El director y a la vez maestro de Los Trigales es Mariano Galeano. Arrima la tranquera casi a las dos de la tarde y regresa a casa en bici. Mientras pedalea sonríe como si no pasara nada aunque escucha el comentario de la señora que barre el frente de la casa y se da cuenta de que algunas personas que lo cruzan giran la cabeza para mirarlo. No hace falta que lo señalen. Mariano no puede pasar desapercibido por la sencilla o escandalosa razón de que tiene rastas.
Rastas como Bob Marley, largas hasta la cintura. Horrorizan. Pisotean el concepto del maestro impecable. Son un mal ejemplo para los niños. Descalifican a la persona. Así lo creen directivos de otras escuelas, maestros, funcionarios, vecinos e incluso hasta algunos padres que envían a sus hijos a esta escuela.
“De acuerdo con las representaciones históricas el maestro es figura mística, sujeto idealizado: una cuestión cultural que sufren para poder ser respetados como personas” explica Alicia Bazán, Psicopedagoga que realizó una investigación en la ciudad sobre el rol docente. Y que es además la mamá de Nacho, un niño que quiso un pintor rojo para ir a la escuela.
Mariano es de Berisso. Tiene 29 años y llegó hace tres a San Justo. Se hizo las rastas en el año 2000 cuando andaba por el norte argentino: es sólo “una forma de no estar de acuerdo con lo socialmente establecido”. Dice que no, que en San Justo no se sintió discriminado, pero sabe que muchas personas lo juzgan por su apariencia. “Pero estoy tranquilo sentencia- porque esas inquietudes la tienen los grandes, los chicos están mucho más allá de eso”.
Los alumnos, sentados en ronda alrededor de él, lo ven como el maestro que es. Están en hora de matemáticas. Hacen cálculos de superficies y perímetros, preguntan cómo y porqué. Mariano les dice que piensen. Abre una caja y saca cuadraditos de goma eva con los que dibuja el ajedrez del problema sobre el piso. Les da pistas pero pide que razonen y cada uno a sus tiempos va resolviendo el acertijo más allá de la camisa a cuadros, las sandalias y las rastas de un maestro que cree que “la educación no es una fuente que se llena sino un fuego que se alimenta”.
Un caos
En la cocina de la casa de Laura Ludueña, sobre aquella mesa en la que ahora hay un termo con agua caliente, un grupo de madres amasó la idea de una escuela distinta para sus hijos. Muchas de ellas venían del mundo docente. Suena contradictorio, pero Laura que es maestra de nivel inicial y trabaja en el Jardín Nucleado Nº 220 asegura que ahí estaban los fundamentos de su decisión porque quería otra cosa del sistema educativo.
Empezaron a estudiar, a buscar opciones. Los proyectos de la escuela Waldorf como La Cecilia de la ciudad santafesina de Monte Vera pasaron por sus manos, hasta que dieron con la propuesta de las Escuelas Experimentales. Dos semanas más tarde Carlos Videla, el director del Instituto Themis Speroni de La Plata -donde se forman los docentes para este tipo de escuelas- llegaba al Salón Blanco de la Municipalidad de San Justo para abrir la puerta al escándalo. Se presentó con una guitarra y rompió el silencio con el canto.
Después lo explicó todo. Estas escuelas nacen próximas al arte: a través de la pintura, la poesía, la danza o el teatro se desarrollan todos los contenidos. Cumplen los planes oficiales de estudio pero a su manera. Son pequeñas: no más de 15 alumnos por nivel. Las clases se dan en amplios salones, con niños y maestros sentados sobre alfombras en el suelo. No se usan manuales, no hay evaluaciones, nadie repite.
Cuando calló, el desconcierto hizo añicos el silencio. “Fue un caos: directivos de todas las escuelas pedían explicaciones, fundamentos filosóficos y epistemológicos. Nosotros sólo tratábamos de encontrarle sentido a la educación de nuestros hijos” decía Laura, mamá de Nazareth, una niña que a los 9 lee por decisión propia El diario de Ana Frank y que ama descubrir el mundo en el jardín.
Era febrero de 2004. En marzo dos maestros dejaron Río Grande, donde habían fundado otra escuela, y llegaron a tiempo a San Justo para iniciar las clases. Así que la escuela empezó a funcionar con 17 alumnos en la casa quinta de unos abuelos. No hubo inauguración oficial porque no hubo -por años- autorización del Ministerio de Educación. Y la llamaron como al paisaje cotidiano: Los Trigales.
No hace falta decirlo, Laura lo dice sola: “estábamos locos y transgredimos todas las reglas”. Pero no se arrepiente y se hace cargo del estigma, del comentario por lo bajo de la vecina, de lo que rumorean quienes tiene atrás en la cola del supermercado, de la pregunta cínica que hace su colega, de la mirada desaprobadora de casi una ciudad entera.
Una ciudad de no más de 25 mil habitantes que según Marcelo Mauro, su Intendente, se resiste mucho a los cambios, aunque a veces éstos son positivos porque afirman la diversidad y abren, como en este caso, nuevas puertas. Cree que es bueno que “cada padre pueda elegir a qué escuela enviar a sus hijos de acuerdo con lo que quiere para ellos”. Y él quiere, por sobre todas las cosas, que Candela sea feliz. Candela va a Los Trigales.
Para continuar click acá:
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2009/07/25/nosotros/NOS-07.html
FUENTE: Diario El litoral.com - Santa Fe, 25 julio 2009
Comentarios